Por: Jesús Caudillo
Fuente: Yoinfluyo.com
La desigualdad es un problema, la igualdad una condición. La desigualdad es un problema cuando se trata de eliminar las diferencias que evitan que una persona viva en plenitud: pobreza, discriminación, violencia, entre otros fenómenos. El problema pendiente, entonces, es procurar que el individuo posea las oportunidades que le permitan estar en igualdad de circunstancias para cubrir sus necesidades básicas y desarrollarse en plenitud.
I. CONCEPTO DE IGUALDAD: ORIGEN E IMPACTO
El siglo XIII Europa se caracterizó por el progreso técnico y científico conseguido por la ciencia de entonces. La época medieval había quedado atrás, aunque en gran medida continuaban vigentes algunas estructuras y sistemas de aquellos tiempos.
En política, la monarquía y el absolutismo eran formas de ejercer el poder que generaron resistencias veladas en algunos grupos sociales de la época. El racionalismo se impuso a la filosofía medieval, desarrollada en buena parte por Tomás de Aquino. Se dio paso a la disputa entre Dios y el hombre, entre la fe y la razón. Una parte de la cultura comenzaba a renunciar a las expresiones de fe por medio del arte. Eran nuevos tiempos, tiempos de cambio.
En ese contexto, la Francia del siglo XVIII fue sacudida por el movimiento político-social que habría de impactar, no sólo en ese país, sino en gran parte del mundo occidental. El régimen monárquico, heredado de la tradición hasta entonces imperante, el surgimiento de una nueva clase burguesa –económica y políticamente poderosa–, una clase popular oprimida justificaron lo que habría de venir.
De la mano de todo ello, el movimiento filosófico-político ilustrado capitalizó las circunstancias y teniendo como lema la proclama de "libertad, igualdad y fraternidad", modificó radicalmente la composición política, social y cultural de Francia.
Desde entonces, la igualdad, de la mano de la libertad y la fraternidad, se instituyó como un elemento sine qua non de la democracia moderna. Así lo asienta la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, firmada en agosto de 1789, cuando afirma: "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común".
Montesquieu, en su obra más importante, "Del espíritu de las leyes", explica que la democracia y los elementos que la constituyen tienen el objetivo central de dividir el poder para preservar la libertad real e indiscutible que poseen los individuos1.
El constitucionalista mexicano, Miguel Carbonell, indica que "la idea de igualdad estaba
estrechamente ligada, en la Francia de finales del siglo XVIII, al sentido del movimiento social que termina desembocando en la Revolución, pues uno de sus objetivos fundamentales era desterrar las diferencias entonces existentes entre la naturaleza, entre la realeza y el resto de los habitantes del Estado francés. Para lograrlo era necesario que quedara claro que la ley no debía permitir el otorgamiento de prebendas o privilegios para unos cuantos, sino proteger de manera igual los intereses generales" 2.
A este respecto, expone, el Artículo 6 de la Declaración de 1789 dice: "La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen el derecho de participar personalmente o por medio de sus representantes en su formación. Debe ser la misma para todos, tanto si protege como si castiga. Todos los ciudadanos, al ser iguales ante ella, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos" 3.
De este modo, el sistema democrático moderno tomó forma. La clave se fincó en la cesión de los derechos políticos al pueblo soberano y dejó de estar en manos de una oligarquía no representativa de los intereses mayoritarios.
Este modelo de gobierno fue importado e instaurado en la mayoría de los países de Europa y América. Con la consecuente y escalonada independencia de los países americanos, ocurridas casi todas ellas en el siglo XIX, el modelo democrático de gobierno, con el pensamiento ilustrado como fondo, llegó a América, México incluido. No obstante, los resultados aquí fueron muy distintos a los que se obtuvieron en Europa.
¿Cómo veían la Revolución Francesa los constituyentes de 1856, y qué aclimatación podían hacer de sus principios en un contexto tan distinto como era el México de mediados del siglo XIX?, se pregunta la profesora Jacqueline Covo. Y ella misma responde: "La ven con un entusiasmo que hace de Francia un punto de referencia" 4, de tal modo que la Constitución de 1857 quedó permeada del espíritu libertario, revolucionario e igualitario impreso en el corazón de la Francia liberal.
Con el paso del tiempo y el consecuente desarrollo del sistema político mexicano, con las cruentas disputas que por el poder protagonizaron liberales y conservadores, pareció que el ideal que dio forma a la aspiración de un país independiente, ordenado y en paz, se diluyó con la sangre del mexicano caído en batalla, asesinado por uno de los suyos.
II. DE CUANDO LA IGUALDAD PIERDE SENTIDO
Los efectos positivos que sin duda tuvo la expansión del modelo democrático en el mundo occidental, pasó por alto una premisa conceptual básica. El liberalismo que promueve los principios de libertad, igualdad y fraternidad parte de la preponderancia de la razón por encima de cualquier forma de conocimiento.
Es decir, el mundo puede conocerse únicamente a través de la razón y al conocimiento sólo se puede acceder por medio de los sentidos, del empirismo incontrovertible. Este planteamiento es el que desarrolló el racionalismo de Descartes, que después fue recogido y adoptado por la Ilustración del siglo XVIII.
De este modo, el hombre ya no es un ser conformado por un cuerpo y un alma trascendente, como se aseguró desde el pensamiento católico. La razón, entonces, pasó a ser el eje central de la existencia, principio y fin, el nuevo Alfa y Omega, como si de hecho ésta fuera ilimitada.
"De la respuesta que el propio hombre dé a la pregunta '¿Qué es el hombre?' dependerá la configuración esencial de su cultura" 5, dice el académico Juan Louvier Calderón. Cuando el pensamiento ilustrado rompió con la visión integral del hombre, intuida por la filosofía griega y conceptualizada con claridad por Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, entre otros, rompió también con una parte del hecho de ser persona.
Fue el propio Tomás de Aquino quien definió a la esencia como "aquello que constituye a una cosa en su propio género o especie, es lo que se significa por la definición, que enuncia lo que la cosa es" 6 . Si el hombre en algún momento de la historia fue entendido como un ser compuesto de cuerpo y alma, hecho a imagen y semejanza de Dios, la igualdad entre individuos radicaba en que provenían de un mismo origen y tenían un mismo destino.
Cuando el hombre pasó a ser definido por el pensamiento ilustrado como un ser racional, la igualdad se fincó en circunstancias, situaciones y problemas, no en el ser mismo del hombre. Dicho de otro modo, desde el cristianismo el sentido de la igualdad está en los individuos por el hecho de ser personas; a partir de la visión liberal, el sentido de la igualdad está en la periferia del hombre, no en el hombre mismo. La clave, entonces, radica en la definición que del hombre se tenga como base en el desarrollo del pensamiento filosófico, político, social y económico.
Luigi Ferrajoli, famoso jurista italiano y estudioso de la igualdad en el espacio público, es un buen ejemplo de lo anterior. Muy al corriente del pensamiento contemporáneo, definido por Gilles Lipovetsky como el propio de los tiempos hipermodernos, Ferrajoli ha distinguido entre "diferencia" y "diferencias" en su documento Igualdad y diferencia 7.
El primer concepto es la diferencia de sexo que existe entre los individuos integrantes de una sociedad. Esta diferencia sostiene al resto de las diferencias de identidad (de lengua, etnia, religión, opiniones políticas y similares). Ferrajoli diferencia las civilizaciones cuyas leyes respetan y "valoran" las diferencias, y las que niegan esa diversidad que enriquece al espacio público, señalando como ideal aquel primer modelo.
Esta visión, según Ferrajoli, en vez de ser indiferente o intolerante con las diferencias, garantiza a todas su libre afirmación porque no las deja a merced de la medición de fuerzas entre los actores públicos. Además, no privilegia ni discrimina ninguna diferencia, sino que las asume a todas como dotadas de igual valor y prescribe para todas igual respeto y tratamiento.
La perspectiva en cuestión entiende a la igualdad en los derechos fundamentales como el igual derecho de todos a la afirmación y a la tutela de la propia identidad. Aunque la norma es la igualdad, el hecho es que la diferencia, mal llamada desigualdad, viene a ser una realidad contemplada en este planteamiento.
El respeto a la dignidad de la persona es la clave para eliminar todo rastro de confusión que sin duda genera luchar por la igualdad entre los individuos a partir de su situación y circunstancias. Es decir, el punto de partida de la lucha por la igualdad está en el reconocimiento del otro en tanto igual.
Igualdad, por cierto, que se funda en el hecho de ser humano y no de ser, por ejemplo, campesino, político, ama de casa, homosexual, hombre o mujer. Antes de jugar cualquier rol social, antes de relacionarnos con el otro, las personas somos seres humanos que estamos hermanados en esencia. Ahí radica la igualdad. Buscar la igualdad a partir de la desigualdad condicionante es un esfuerzo que no obtendrá réditos. Esto no quiere decir, sin embargo, que la lucha por la igualdad deba cesar.
III. IGUALDAD, SOLIDARIDAD Y SUBSIDIARIDAD, A SERVICIO DEL BIEN COMÚN
La desigualdad es un problema, la igualdad una condición. Para explicar lo anterior, no debe perderse de vista que es necesario tener clara la concepción de ser humano de la que se parte, porque de otro modo puede atribuirse como asunto de desigualdad algo que no lo es necesariamente.
La desigualdad es un problema cuando se trata de eliminar las diferencias que evitan que una persona viva en plenitud: pobreza, discriminación, violencia, entre otros fenómenos. El problema pendiente, entonces, es procurar que el individuo posea las oportunidades que le permitan estar en igualdad de circunstancias para cubrir sus necesidades básicas y desarrollarse en plenitud.
Por otra parte, la igualdad es una condición, dado que todos los individuos tienen la misma dignidad que les otorga ser persona. Por esta razón, más allá de sexo, raza, nacionalidad, creencias o preferencias, tamaño o edad, el Estado y las sociedades deben procurar que el respeto a la dignidad humana sea un imperativo. El género humano es sólo uno, la comunidad humana es sólo una, la naturaleza del ser humano es única e indisoluble.
¿Qué hace iguales a los hombres? Que tienen la misma naturaleza, la misma esencia y el mismo destino. Las condiciones en las que se desarrollan las distintas sociedades humanas difieren entre sí, por lo que el elemento de cohesión que da sentido a la búsqueda de la igualdad es precisamente la naturaleza humana, el respeto a la dignidad personal de los individuos.
Cuando el Estado alude a la igualdad como justificación a ciertas decisiones políticas, debe preocuparse por hacer referencia al concepto de igualdad que responde a la esencia y naturaleza del ser humano.
Finalmente, a manera de conclusión, nos concentraremos en la desigualdad como problema y las oportunidades que ello puede arrojar para efectos de políticas públicas. La única forma con la que es posible combatir efectivamente la desigualdad es a partir de la subsidiariedad.
El Estado, y el gobierno concretamente, deben velar porque los individuos tengan los elementos necesarios para subsistir y desarrollarse plenamente.
El pensamiento humanista contemporáneo ofrece al mundo el concepto de subsidiariedad, entendida como el principio que asienta que el Estado ejecutará una labor orientada al bien común cuando advierte que los cuerpos intermedios no son capaces de realizar su labor de forma adecuada, sin distinguir la razón de su impedimento.
Por otra parte, la solidaridad es el principio por medio del cual un individuo se responsabiliza, no sólo de su conducta y bienestar, sino también de los de todas las personas que le rodean.
La propuesta es concreta: la desigualdad entre las personas terminará cuando éstas se responsabilicen unas de otras, entre sí, mutuamente. Terminará, asimismo, cuando el Estado supla institucionalmente las carencias individuales. Si se parte de la igualdad que reconoce la misma dignidad para todas las personas, las desigualdades pueden ser combatidas con mucha más contundencia. El Estado cuyas políticas gubernamentales se configuran en función del respeto y promoción de la dignidad humana están luchando justamente por la eliminación de las desigualdades.
El gobierno que se apuesta solidaria, subsidiariamente por eliminar desigualdades tiene garantizado el desarrollo, el progreso y la justicia. Es una alta aspiración, pero muy digna, muy necesaria para los tiempos que vivimos.
1 Véase Nicola Mateucci, Organización del poder y libertad. Historia del constitucionalismo moderno, Madrid, Trotta, 1998, en Miguel Carbonell, Una ley para el México del Siglo XXI, publicado en Ley Federal para evitar y prevenir la discriminación, Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, México, 2009.
2 Op. cit.
3 Ver Eduardo García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la Revolución Francesa, Madrid, Alianza, 1994.
4 Jacqueline Covo, La idea de la revolución francesa en el congreso constituyente de 1856-1857, Historia Mexicana, Vol. 38, No. 1 (Jul. - Sep., 1988), pp. 69-78.
5 Juan Louvier Calderón, Cultura Mexicana y la Globalización, Edamex, México, 1995.
6 Javier Echegoyen Olleta, Historia de la Filosofía. Volumen 2: Filosofía Medieval y Moderna. Editorial Edinumen, España, 1996.
7 Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil. Madrid, Trotta, 1999, pp. 73-96. Traducción de Perfecto Andrés Ibáñez.